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colaboraciones litararias
       LaVOZdeLasAulas III Mayo 2018



        A veces                                                                  Isabel Teruel González




                                                                                deseabas que llegara este momento.
                                                                                Ábreme, por favor”.

                                                                                Santi recordó que, cuando apagó las
                                                                                velas de su cuadragésimo cumplea-
                                                                                ños, su deseo había sido que un día,
                                                                                al despertar,  ya estuviera jubilado  y
                                                                                no tuviese que madrugar más. Cada
                                                                                noche, antes de dormirse, se lo pedía
                                                                                a Dios. Estaba harto de su trabajo, de
                                                                                su jefe, de la monotonía de su vida y
                                                                                en lugar de poner todo de su parte e
                                                                                intentar cambiarla, se limitaba a que-
                                                                                jarse. Los fines de semana, en lugar de
                                                                                desconectar y disfrutar con su familia,
                                                                                se enfadaba por cualquier cosa, y solo
                                                                                pensaba en las horas que le faltaban


                                                                                          Se acercó al lavabo, el
                                                                                      vaho había desaparecido,
                                                                                               se miró al espejo,
                                                                                          pero la imagen que se
            intió un dolor tan fuerte en la   acercó a él con un sobre en la mano,     reflejaba allí era la de un
            pantorrilla que le llegó hasta la   diciendo: “Cariño aquí tienes, la carta             desconocido
      Scabeza y lo despertó. Quiso salir   que estabas esperando, ábrela”.
       de la cama, pero se lo impidió la saba-
       na enrollada en sus piernas, le dio un   Él no entendía nada, su suegra nunca   para el lunes. Su mujer, preocupada,
       tirón y la apartó; se giró y puso los pies   le había llamado cariño. Tomó el sobre   le insinuó varias veces que fuera a la
       en el suelo. Estaba frío y sintió un alivio   y se sentó en una silla, estaba marea-  consulta de un psicólogo, se negó. Eso
       momentáneo, pero el dolor volvió más   do. “Venga, ábrelo, ¿a qué esperas?”   era para otros, a él no le hacía falta. Así
       intenso y se tuvo que dar un  masaje   insistió la mujer.  Rasgó el sobre y leyó   que siguió igual, quejándose de día y
       en la pierna.                       la carta en la que le comunicaban que   rezando de noche.
                                           habían aprobado su pensión, tenia 66
       Cuando se le pasó el calambre, obser-  años cumplidos y las cotizaciones ne-  Miró otra vez al espejo, el desconocido
       vó que en la habitación había mucha   cesarias. “¿Qué pone?” preguntó ella.   tenia una cicatriz en la barbilla igual que
       luz. Miró el despertador. ¡Las once! se   No supo que decir, dejó caer la carta   la que se hizo él, cuando era un niño, y
       le había hecho tarde. Era sábado y ha-  al suelo y, arrastrando los pies, fue a su   la misma mancha de nacimiento al lado
       bía quedado con los amigos para salir   habitación, entró en el baño y cerró la   de la ceja izquierda. Pero el extraño la
       en bicicleta. Dijo una palabrota, entró   puerta con el pestillo.        tenia a la derecha. Se pasó las manos
       en el baño y se metió en la ducha, al-                                   por la cara despacio, y el otro hizo lo
       ternó el agua fría y la caliente y se sin-  Se acercó al lavabo, el vaho había des-  mismo. Cerró los ojos deseando que
       tió mejor. Al salir, el espejo estaba em-  aparecido, se miró al espejo, pero la   fuera un sueño y que al abrirlos solo su
       pañado por el vaho de la ducha.     imagen que se reflejaba allí era la de   cara se reflejara en el espejo. No fue así:
                                           un desconocido. Él tenía cuarenta ta-  aquel rostro seguía allí y le recordaba a
       Se vistió con alguna dificultad y, al po-  cos y el hombre que lo miraba desde el   alguien. No sabía a quien.
       nerse el pantalón, perdió el equilibrio   otro lado era muy mayor, calculó que
       y casi se cae, lo achacó al calambre   tendría unos sesenta  y tantos años.   Por su cerebro cruzó como un relám-
       sufrido. Salió al pasillo  y llamó a su   Tenia el pelo cano, los ojos hundidos   pago, una frase que él había repetido
       mujer, no estaba. Enfadado, recorrió la   y con ojeras, y la boca de labios finos   hasta  la saciedad.  “Quiero  despertar
       casa. Entró en la habitación de su hija   no  sonreía.  Intentaron  abrir  la  puerta,   un  día  y...”  Horrorizado,  intentó  gritar,
       de ocho años, miró en torno a él. Notó   pero  el pestillo pasado  lo impidió,  al   pero ese grito se ahogó en su gargan-
       algo diferente, pero no supo el qué.  otro lado una voz decía, “Santi déjame   ta. Quiso salir del baño, pero no podía
                                           pasar”. Él pregunto -“Julia, ¿eres tú?”,   moverse. Se dio cuenta demasiado
       Escuchó el sonido de la llave en la ce-  “Pues claro que soy yo”.  “¿Y tu madre,   tarde de lo imbécil que había sido, y
       rradura de la puerta y salió al encuen-  está contigo?” “¡Mi madre... Santi, me   mentalmente pidió perdón a su mujer
       tro de su mujer. Pero la que entró en la   estas asustando! ¿Qué te ocurre? Ten-  y a su hija.
       casa era su suegra. Se asustó, algo ha-  drías que estar contento, por fin te has
       bía pasado, seguro. Ella, sonriendo, se   jubilado. Desde que cumpliste los 40   Y es que... a veces los deseos se cumplen.

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